ABUNDANCIA TECNOLÓGICA
Autor: Dr. Adrián J. Kaczorkiewicz
Instituto Patagónico de Investigaciones Productivas
Zapala – Provincia del Neuquén
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Según el "maestro" Darwin las especies se van acomodando al ambiente de manera tal que las adaptaciones -morfológicas, fisiológicas y (seguramente) emocionales- son simples consecuencias de un impulso estrictamente vital. Con posterioridad Konrad Lorenz (premio Nobel de medicina 1973) planteaba la conservación del patrimonio genético -especialmente animal-, a partir de manifestaciones altruistas y agresivas como mecanismos intuitivos para la permanencia biológica. Los gatillos entrópicos, por otra parte, son instrumentos que permiten una relación, suficientemente armónica, como para contener y administrar el equilibrio de individuos y poblaciones (animales y vegetales) entre sí. El hombre, al final de la evolución, con su terrible poder inteligente, fue el único entre todos los seres vivos capaz de burlar, en gran medida, estos veredictos. La prolongación de la expectativa de vida, la disminución de las tasas de mortalidad, el aumento de la fertilidad y natalidad, el progreso contra las enfermedades son beneficios prodigiosos. Admirables desde lo ético. Sin embargo, existe una contracara de este enorme avance filantrópico. En efecto, con velocidad cronológica de tipo exponencial se superpobló el espacio físico, al tiempo que se desplegó el peor proceso de envilecimiento de la naturaleza. La modificación de las áreas naturales, la deforestación, la degradación de suelos, el agotamiento del agua dulce, la urbanización desmedida, la contaminación del medio ambiente, fueron algunos de los subproductos no deseados, consecuencia de la vorágine empleada en nombre del progreso. Se deben agregar, por su protagonismo en el diseño del mundo actual, los componentes culturales. De esta manera los canibalismos políticos, los impactos económicos, las presiones dogmáticas, los armazones sectoriales, las guaridas del conocimiento y las simplificaciones pragmáticas cada vez mas enfrentadas a los pactos, convenios, normas y leyes, fueron colonizando el escenario humano.
El hombre fue cazador recolector durante milenios. Con gran esfuerzo, luego de domesticar los primeros rumiantes, se transformó en pastor nómade. Mas adelante adquirió el hábito sedentario y, por fin, cuando pudo dominar la tierra, es decir la multiplicación de riqueza, provocó la revolución agrícola. Este hito monumental de la humanidad imprimió en los códigos futuros nada más y nada menos que la propiedad, la familia monogámica, la habilidad en los cultivos, los excedentes, ahorro y comercio, y la protección de sus bienes a través de la tercerización de la seguridad. Fueron seis o siete mil años durante los cuales el modelo fue hegemónico. Las modificaciones se ajustaban en función de maduraciones suaves en términos doctrinarios, legales, jurídicos, y tecnológicos.
De pronto explotó la revolución industrial y en solo doscientos años transformó los usos, costumbres y hasta el paisaje geográfico. La urbanización, el desarraigo, las rutinas ocupacionales, los roles familiares, la alimentación, el desarrollo económico, la industrialización y la agresión ambiental fueron algunos de los capítulos que sacudieron la modorra tradicional y promovieron un viaje sin retorno posible. Las corrientes del pensamiento moderno, los debates en función de principios económico-políticos y las polarizaciones, fueron el marco teórico que, trasladado a la realidad terrenal, significó esfuerzos, enfrentamientos, guerras, alienaciones, corporativismos, masificación, descontento y descreimiento. En semejante torbellino Adam Smith, Malthus, Ricardo, Marx, Keynes y recientemente Dennis L. Meadows, entre otros, fueron simples anecdotarios, quienes describieron el fenómeno de la época, e iluminaron -teóricamente- el soberano desparramo posterior.
En las últimas décadas -al menos en el mundo desarrollado- el prototipo industrial comenzó su inexorable proceso de desactivación. Los nuevos preceptos, vinculados al conocimiento, están dando origen a la tercera gran revolución: la tecnotrónica. Nuevamente el impacto, secuela de las recientes consignas, esta trastocando las costumbres. Como nunca la transformación se fundamenta en el talento intelectual. El hombre -en la práctica- depende de una suerte de proceso neo-hegeliano continuo y recurrente de antítesis y síntesis. Las propiedades eruditas dominan y -a su vez- son dominadas por las ficciones consumibles. Los futuros y las opciones, cuestiones -estas- invasoras de territorios reservados en otras épocas a los bienes concretos y palpables, son paradigmas. Sin embargo estas modernas fábulas virtuales se transforman en éxitos materiales de características avasallantes. La robótica e informática, por su lado, colaboran en gran medida con el drama actual del desempleo. Las brechas son cada vez más feroces: países ricos y pobres; individuos poderosos y débiles; sanos y enfermos; obesos y desnutridos; sabios e ignorantes. Se podrá argumentar que diferencias siempre hubo. Pero la crueldad aplicada es de tal calibre, que únicamente puede ser expresada en función de la competencia y sus exageraciones contemporáneas. Un signo de los tiempos actuales es la dicotomía antrópica: el maravilloso avance cibernético, científico y cultural -con niveles de precisión, utilidad y estética inigualables-, contrastado a esa especie de regresión antropológica, ya inocultable. Esta última realidad -la lumpenización- se observa con absoluta claridad en las conductas estructurales de los excluidos. Las dependencias, la degradación cultural, las perversiones y las violencias son síntomas aberrantes de un proceso colectivo con alegorías -esencialmente- tribales y sectarias. El mundo posible -sin embargo-, aquel que puede evolucionar, y que fenotípicamente goza de buena salud, es decir el de las nuevas holguras, también se encuentra afectado en la supuesta armonía. Las rivalidades e individualismos vigentes incentivan comportamientos aislados, casi egoístas, para nada solidarios y bastante impiadosos, humanísticamente hablando. Entiéndase bien, aunque se ofendan los ideologizados, esto no deviene de la clásica lucha de clases, sino que ocurre en el propio ámbito de pares económicos, culturales y sociales.
Durante el siglo pasado los cambios tecnológicos demoraban décadas en modificar principios y metodologías. Los expertos podían finalizar tranquilamente sus días con el mismo caudal adquirido en la etapa de adiestramiento. Cuentan los que saben que a principios de 1990 el volumen de conocimientos se duplicaba cada cuatro años. Esto se traducía en un esfuerzo significativo en todos aquellos operadores de tecnología con pretensiones de vigencia. Por ejemplo, el ingeniero que durante el periodo de duplicación no intentó la correspondiente actualización, podía mutar, al poco tiempo, en peón de patio con diploma académico colgado de alguna pared de su casa. A fines de los '90 el lapso de tiempo durante el cual se doblaba el volumen de conocimientos se redujo a dos años. Aseguran los pronosticadores que para el año 2005 el conocimiento será duplicado anualmente. El médico -una suposición- que pretenda mantener su oferta actualizada, deberá estudiar durante ocho horas diarias, otras ocho ejercerá la profesión y las ocho restantes -¡que menos!- las dedicará a comprar un par de calcetines, hablar con alguien, tomar un baño, cenar y descansar. Si puede.
El sistema moderno -este de la abundancia tecnológica-, mas allá del producto, tiene residuos. Los mismos son todos aquellos objetos materiales y teóricos, listos para desechar. Lo llamativo de esta acumulación es la magnitud del fenómeno. En algún momento la basura tecnológica terminará por desarrollar una entidad tan abstracta, que para metabolizar lógicamente el dilema no habrá silogismos disponibles. Lo inquietante del asunto es que, de pronto, el contexto intelectual y físico, deja de tener constantes. Es más, la verdad de fe de hoy puede ser la falacia del mañana. Quienes no estén preparados emocional y físicamente para modificar esquemas, aptitudes y conductas, cada vez que las circunstancias lo demanden, pueden quedar en el peor de los ostracismos, sin espacio para ser ni oportunidad de continuar.
En síntesis, lo medular de la época agrícola fue la familia y el suceso la propiedad; en la industrial las agrupaciones y los valores agregados, respectivamente. En cambio la era tecnológica se caracteriza por el individualismo, la inestabilidad, la inseguridad, la competencia y -finalmente- la efimeridad. Una verdadera lástima. En algún momento de la historia pareció que había como ordenamientos razonables para un futuro mejor. Debe ser una de las tantas imaginaciones que, por exceso de optimismo, terminan caratuladas como absurdas.